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Pecados de emisión y omisión en Durban

(Versión en English)

Acabamos de estrenar otro año signado por las dificultades económicas, y es lógico que las autoridades estén preocupadas pensando en las próximas semanas. Pero también deben pensar en dejarles a las futuras generaciones un planeta en condiciones razonables.

Los científicos predicen que, sin un empeño decidido por reducir los gases de efecto invernadero, para fines de siglo las temperaturas mundiales podrían ser entre 2,5°C y 6,0°C más altas que hace dos siglos. Eso podría significar más olas de calor, más sequías, ascenso del nivel del mar y tormentas más violentas, entre otros fenómenos. Cuando uno se pone a pensar, por ejemplo, en el impacto que podrían tener las sequías en la capacidad de los agricultores para ganarse la vida, especialmente en los países más pobres... bueno, no hay que darle muchas vueltas al asunto.

Aunque se lograron ciertos avances en la última ronda de las negociaciones sobre el cambio climático organizadas por las Naciones Unidas en Durban, Sudáfrica, hubo dos omisiones importantes. No se progresó mucho en la fijación de precios para las emisiones de carbono ni en el ámbito conexo del financiamiento de la lucha contra del cambio climático. Y tampoco se reconoció lo suficiente lo que puede hacer la economía como disciplina para ayudar a superar estos problemas.

Ponerle precio al carbono: Pensar a largo plazo

El FMI ha estado analizando los desafíos del cambio climático en el plano económico, fiscal y financiero. Hace dos años, Carlo Cottarelli escribió sobre la importancia de cobrar por las emisiones de carbono como condición indispensable para una política de mitigación coherente.

Aplicar tarifas es por lejos la política más eficaz para reducir las emisiones de CO2 —el principal gas de efecto invernadero—e incentivar la inversión en tecnologías limpias que es en última instancia necesaria para estabilizar el sistema climático mundial. Con todo, más de 90% de las emisiones mundiales de CO2 aún no pagan nada.

Cobrar por las emisiones de carbono también sería una fuente nueva y sustancial de ingresos para gobiernos faltos de fondos. Si las emisiones de CO2 de Estados Unidos (que actualmente ascienden a unos 5.500 millones de toneladas métricas) se cobraran a US$25 por tonelada —un nivel razonable, según un estudio reciente—, en apenas una década se podría recaudar más o menos la misma cantidad que se había fijado como meta el reciente “supercomité” del Congreso estadounidense encargado de estudiar la reducción del déficit.

Obviamente, la tarificación de las emisiones de carbono es difícil de poner en práctica, en gran medida porque los consumidores tendrían que pagar más por la energía y las empresas que la usan intensivamente, como los productores de acero y aluminio, perderían capacidad de competencia. Además, una implementación eficaz debe tener en cuenta la manera de compensar a los afectados, especialmente a los más desprotegidos.

Una posibilidad es reducir los impuestos energéticos actuales que serían redundantes al cobrar por las emisiones de carbono. En muchas economías avanzadas, el grueso, si no la totalidad, de la carga extra que la tarificación de las emisiones de carbono añadiría a los precios de la electricidad y al uso de vehículos podría compensarse recortando los actuales impuestos selectivos aplicados al consumo eléctrico y a la compra de vehículos. Pero este cambio tributario sería mucho más eficaz a la hora de reducir las emisiones en una situación en la cual, por ejemplo, el encarecimiento de los combustibles fósiles colocara en desventaja a las empresas que usan combustibles con alta proporción de carbono y al uso de automotores.

Otra posibilidad consiste en ajustar el sistema fiscal general. Australia usará el ingreso generado por la tarificación proyectada de las emisiones de carbono para elevar sustancialmente los umbrales del impuesto sobre la renta personal; en otras palabras, la gente podrá ganar más antes de ingresar en el primer tramo de la escala impositiva. Otra opción para hacer frente a la pérdida de competitividad es que los países que tributan las emisiones de carbono apliquen cargos a las importaciones provenientes de países que no aplican ese tipo de impuesto; o sea, un ajuste tributario en frontera. Ese tipo de ajuste perjudica a los países que no cobran por las emisiones, pero debe estar diseñado con cuidado, especialmente para respetar las obligaciones en materia de comercio internacional.

Financiamiento para el cambio climático: Dinero contante y sonante

Los gobiernos de los países avanzados también se han comprometido a recaudar US$100.000 millones por año para proyectos de adaptación y mitigación del cambio climático en los países en desarrollo, pero no está para nada claro de dónde podrían proceder esos fondos. El año pasado, el Grupo de los Veinte países avanzados y emergentes solicitó al FMI, entre otros, que evaluara las opciones.

Se barajan muchas posibilidades en cuanto a fuentes internas de ingresos (como impuestos sobre la electricidad, los combustibles, la renta, el capital e incluso las operaciones financieras). Pero cobrar por las emisiones de carbono parece la mejor alternativa, porque genera el ingreso deseado y ataca directamente el problema climático. Sin embargo, teniendo en cuenta fríamente la situación fiscal actual, es difícil imaginarse que los gobiernos vayan a desprenderse de muchos ingresos procedentes de alguna de estas fuentes internas.

Cobrar por las emisiones de buques y aeronaves internacionales podría resultar más prometedor porque los gobiernos nacionales todavía no tienen un derecho claro a esta base tributaria. (Hay todo tipo de cuestionamientos jurídicos en torno a la aviación internacional, pero como no soy jurista prefiero centrarme en los aspectos económicos.)

Existen razones ambientales claras para aplicar cargos a estos combustibles: alrededor de 3% de las emisiones mundiales de CO2 las generan buques o aeronaves, y todavía no existen impuestos selectivos como los que se aplican a los combustibles de los automotores. También hay razones fiscales más amplias. Por ejemplo, los boletos internacionales de transporte de pasajeros suelen estar exentos del impuesto sobre el valor agregado.

Estos cargos deberían estar coordinados a nivel internacional, y es posible que haya que compensar a los países en desarrollo para incentivarlos a participar. Para ellos hay opciones prometedoras: podrían quedarse con lo recaudado en forma de cargos a los combustibles de las aeronaves o podrían recibir reembolsos por los cargos aplicados a los buques en proporción a su cuota en el comercio internacional.

Seguro contra desastres

Sin querer ponerme demasiado pesimista, quizá también deberíamos comenzar a pensar en crear tecnologías “de última instancia”, como filtros para depurar la atmósfera de CO2 y técnicas para desviar los rayos del sol, por ejemplo, que podrían resultar muy útiles en la remotísima eventualidad de que el calentamiento de la atmósfera hiciera peligrar la vida sobre nuestro planeta. Estas tecnologías potenciales plantean todo tipo de cuestiones espinosas.

Pero cuanto más se postergue un verdadero avance hacia la tarificación de las emisiones por culpa de las omisiones en la formulación de políticas, la pequeñísima posibilidad de que ocurra un desastre de esa magnitud adquiere un dejo más de realidad.